Nota de tapa por el BAFICI 16

Hicimos con Luis Paz la nota de tapa por el BAFICI 16. Entre los dos, elegimos un recorte posible -y joven- entre las más de 400 películas del festival.

Acá, mi selección:

El Mercado

Cuando Cumbio, Marulina y Gazabril dejaron de tirarse pasos, el Abasto siguió tirándolos por sí solo. Ojo: así fue siempre. Es que donde funcionaba el mercado, hoy funciona el shopping. Y en su médula, la composición genética de un lugar que albergó a laburantes, malevos, parias, monos, floggers y capitalistas. Un lugar al que no le cuesta nada sacar su chapa: por ahí pasó Carlos Gardel. Por eso, en su mejunje pop, Néstor Frenkel, el Iniesta de los documentalistas criollos, reconstruye la historia del Abasto a partir de la figura del mercado. A la sazón, el apoteótico, faraónico y apocalíptico mercado representa, por un lado, la fina estampa del trabajador noble y sacrificado y, por otro, la musculosa capacidad de tarjetearlo todo en cuanto exista. Por sus paredes, el poeta Fernando Noy lloró poesía, empleados de un festival de cine colgaron sus pósters institucionales y algún que otro confabulador vio al sombrero gardeliano asechando incautos. Entonces, cada vez que alguien evoque la compleja entelequia “Mercado del Abasto”, un sinfín de personajes emergerán de su geografía. Entre tanto, encontró en Luca Prodan a su Roberto Arlt y, con el paso del tiempo haciéndole fuerza, a un tendal de navegantes –esos mismos laburantes, malevos, parias y monos- que resisten el paso del tiempo. “Hoy, el Abasto está mejor, peor, me chupa un huevo”, dice un Pedro Saborido que de barrio sabe mucho. Y mientras tanto, un viejo se prende un pucho cubriéndose con el saco bajo la atenta mirada de ese coloso que albergó, casi sin solución de continuidad, a frutas y verduras con unos pibes tirando pasos. / Hernán Panessi

Fulboy

Suena cumbia y un par de culos bailan. El vestido de héroes en la Primera B es más pesado que en cualquier otro lugar. Sin embargo, lo llevan con soltura. Y en el reverso de Lío Messi, los jugadores de Platense se quitan la ropa para dejar un fútbol desnudo. Fulboy es un documental que no se banca los ornamentos. Por eso tantas bolas, por eso tantos culos. Aquí, las venas abiertas de la profesión develan que, entre tanto ruido, hay silencios. Que pese a las luces, el rock and roll está en otra parte: sí, el fútbol del ascenso es sacrificado. Su devenir dista del mundo Serie A. Y para ilustrarlo, una danza de cuerpos feroces y voces lastimadas figuran los entretelones de un limbo que marida fulgores con crisis de porvenir. Es que, haciéndose espacio por sobre los goles, varones con anhelos de gloria se juegan su futuro en cada pelota, en cada decisión. Entonces, en su afán de cuidar a los suyos, tomarán decisiones arriesgadas –un seguro de vida, de dudosa procedencia, en los Estados Unidos-, buscarán la forma de legarse –vendiendo pilcha por WhatsApp- y llorarán cada vez que no le paguen lo debido –los finales de contratos, para los jugadores con poco rodaje, suelen ser batallas mefistofélicas-. Y mientas los culos sigan bailando al ritmo de cumbia y la caprichosa siga rodando, los jugadores –circunstancialmente de Platense, pero el gesto es universal- darán lo que tengan que dar por sus colores. / Hernán Panessi

G/R/E/A/S/E

En la mueca posmoderna de faltarle el respeto a los gestos canónicos, G/R/E/A/S/E baja la estatua de oro de John Travolta y Olivia Newton-John y la rompe en cien mil pedazos. En un experimento funambulesco, esta mezcla dirigida por el catalán Antoni Finent revuelve en las entrañas de la cultura pop reinterpretando Grease, aquel hitazo del ídem “You’re the One That I Want”. Así, el clásico musical que definió a los años setenta pintando a los cincuenta se convierte en un artefacto drogón circa 2013: hay saltos, cortes, fast-fowards y rewinds. Y mucho de una visión iconoclasta hacia los santitos de adoración kitsch. Así las cosas, la estampa de Travolta se funde y confunde con la de Newton John en un beso impúdico que la vanguardia rupturista le da justo en la boca al cine de corte comercial. El film emprende –en unos veinte minutos al palo- la difícil tarea de mechar una de las obras más vistas de la cosmogonía rock sin que eso signifique abollar del todo los límites de la cordura. ¿La clave? Su búsqueda resulta más sensitiva que narrativa. Por eso, Finent, se erige como artista –¡oh, los artistas!- al confirmar que cada plano retocado es fruto de un trabajo manual inspirado en los collages. Y este ensamble, entonces, haciendo caso omiso a Mamá y Papá Pop, deviene en uno de características psicotrópicas digno de ser acompañado por alguna que otra voluta de humo. / Hernán Panessi

iNumber Number

¿Qué pasa cuando Perros de la Calle conoce a Bad Boys? La respuesta puede no tener ningún gollete. A sabiendas de aquello, el cine sudafricano saca pasta de campeón con iNumber Number, una buddy movie (película de camaradas) con olor a lo mejor del cine hollywoodense. Y, efectivamente, con mucho de Perros de la Calle y mucho más de Bad Boys. Por eso mismo, dados tales antecedentes, en el campo de las convenciones de género, los tiros, las patadas, el compañerismo y las traiciones se ponen a disposición de la aventura. Trascartón, dos valientes policías se meten de encubierto en un convoy mafioso que parece sacado de un film factoría VHS. ¿Con qué objeto se mandan en semejante quilombo? Para dar con un motín millonario que puede salvarles la vida. Y aunque maneje dosis de elementos trillados, la cartografía africana se cuela dándole un toque novedoso: acá no hay lujos, todo se construye desde lo técnico. Así, iNumber Number señala con el dedo bien turgente una industria de márgenes que asoma –más como alternativa que complemento- ante la estandarizada palestra de policiales gringos. Por todo aquello, se pone ochentosa –con sus salidas imposibles, con la plusvalía de la amistad, con los malos más malos nunca vistos jamás- y gana en magnetismo. Por todo aquello, pues, se cuela la intención rocanrolera de este thriller zulú chocándose de cara contra un gigante llamado Hollywood, destruyéndolo y siguiendo de largo en su camino hacia el entretenimiento. / Hernán Panessi

The Punk Singer – A film about Kathleen Hanna

Kathleen Hanna es punk: grita, canta, patalea, pega en los huevos, salta, escribe, corta, pega, llora y vuelve a cantar. Símbolo de la contracultura noventosa, Hanna participó de spoken words (actividad que consiste en interpretaciones donde una persona habla como si lo haría naturalmente), tuvo fanzines, varias bandas (Bikini Kills, Le Tigre, Julie Ruin), fue una de las voces germinales del movimiento “Riot Girrrl” y estuvo cerca de muchachos más o menos importantes para el devenir de la música global (Kurt Cobain, Ad-Rock de los Beastie Boys). Mientras tanto, The Punk Singer – A film about Kathleen Hanna se posa erguido -sobre una pared llena de pósters despegados- como una suerte de Wikipedia musical de todas las actividades del grunge de los últimos veinte años. Así, teniendo como eje principal su lado artístico, el documental entroniza su cadencia en ribetes históricos que incluyen desde fotos y videos hasta testimoniales poderosos (el ejemplo más contundente: Hanna, fuera de los shows, reconociendo la enfermedad que la aqueja desde hace tiempo). Y como un relojito –con cresta colorinche pero prolija- la película recupera la fábula de esta militante del feminismo capaz de mandar a mudar a los “varoncitos” y poner a todas las mujeres delante del show, de la vida, de los hombres violentos e inefables. Y de fondo, suena “Deceptacon” y vuelan sonrisas. Pero detrás de ese fondo, la imagen quimérica de una artista que no dudó nunca en barajar y dar de nuevo. Ni de poner los ovarios donde tenga que ponerlos. / Hernán Panessi 

La versión online, acá.


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